En la actualidad, los antropólogos y la mayoría de sociólogos consideran que el diálogo entre comunidades, cuyos valores primordiales e identitarios son incompatibles y contradictorios, es imposible porque dichos valores operan como axiomas que impiden cualquier espacio común de encuentro e imposibilitan la convergencia de sus lógicas sociales. Por esta razón, antitaurinos y protaurinos o laicos y religiosos no podrán jamás convencer al adversario mediante argumentaciones racionales, sino que todo se reducirá a una simple lucha de fuerza o coerción donde el grupo dominante logrará el respeto tácito a sus postulados o los impondrá positivamente al resto.
Sin negar parte de validez a estas premisas, no se puede olvidar que este planteamiento, al negar la racionalidad y la coherencia objetivas en el ser humano, nos condena irremediablemente a una guerra entre fanatismos hobbesiana donde el consenso sólo podrá establecerse mediante un empate técnico entre los grupos enfrentados. Además, limita la posibilidad de extensión de una doctrina o idea a la capacidad reproductora de sus partidarios o a la efectividad de las técnicas de conversión empleadas.
Por lo tanto, esta negación de la capacidad de los seres humanos de construir debates racionales e ilustrados que, mediante la discusión pública arrinconen la superstición y la violencia, no debería ser asumida como real con tanta facilidad. A nuestro pesar, la lógica, la coherencia, el cálculo de magnitudes parecen cualidades repartidas en partes iguales entre todos los seres humanos, independientemente de su origen, tradiciones, etnias, razas, sexos o cualquier condicionante que se quiera imponer. Otra cuestión, empero, es como funcionan estas capacidades, que no siempre deben corresponderse con el canon de método científico que Occidente suele asumir como propio y exclusivo.
Por todo esto, es posible la discusión racional entre grupos enfrentados que clarifique los axiomas defendidos como consubstanciales a nuestra identidad cultural. Pero, para que esta discusión fructifique, uno debe abandonar los propios principios y aceptar los del rival para desarrollarlos lógicamente, descubrir sus contradicciones y demostrar que, los supuestos principios, no son más que prejuicios que esconden oscuros y obscenos privilegios. Por ejemplo, de este modo vamos a demostrar que la Iglesia Católica no es realmente antiabortista.
En primer lugar, si la Iglesia emplea supuestos argumentos cientifistas para afirmar que hay vida desde la fecundación del óvulo, la Iglesia católica debería conceder alma a esa vida. Según su doctrina, sólo la vida humana tiene alma y sólo hay vida humana donde hay alma. En consecuencia, la Iglesia Católica debería preocuparse por imprimir el carácter y hacer perceptible a los sentidos los efectos de la gracia mediante el sacramento del bautismo, si no lo hacen no podría haber salvación de esa alma, aunque en la actualidad no iría al limbo como antaño. Los quinquum librii de las parroquias deberían modificarse para registrar a todos los fetos de las gestantes y el rito del bautismo debería reinventarse nuevamente. De hecho, éste se tipificó a grandes rasgos en el Concilio Laterán IV de 1215 en un sentido que no reconocía vida/alma al nascissitur, a pesar de que la Iglesia Católica actual olvida esta parte de la doctrina de los padres de su Santa Iglesia Apostólica y Romana. Del mismo modo, la Iglesia debería exigir al Registro Civil que incluyese en el Libro de Familia los fetos en gestación, se les pusiera nombre y sexo (lo haremos a ojo, porque hay vida sin género) y se los contabilizara en las estadísticas del INE.
En segundo lugar, la Iglesia debería solicitar que se incorporase en nuestro Código Penal la figura del aborto natural como homicidio por imprudencia o negligencia. Se puede argumentar que éste podría deberse a causas accidentales, pero esto debería decidirlo un juez, ya que responsabilidad de la madre era cuidar de esa vida y puede que por la imprudencia de sus actos o por un comportamiento negligente hacía sí misma y el feto se haya producido el homicidio.
En tercer lugar, la Iglesia debería levantar las prohibiciones morales sobre la píldora postcoital. Esta no es antiabortiva, como ellos la llaman, porque lo que impide es la fecundación, no destruye el óvulo fecundado. Igualmente, deberían dejar de contabilizar sus ventas como asesinatos como hacen en su publicidad. Esta forma de pensar nos llevaría a encarcelar por homicidio a cualquier adolescente de sexo masculino que tenga sueños demasiado eróticos o por asesinato a los que incurran en el vicio de Onán. Si a la Iglesia no le ha preocupado el alma de los fetos y, por el contrario, estigmatiza un medicamento que no atenta contra el óvulo fecundado es obvio que la Iglesia es manifiestamente hipócrita. Sus postulados y principios morales en esta cuestión son incoherentes y oportunistas y demuestran que el feto les importa un pimiento. Lo único que les preocupa y les molesta es la mujer y su libertad para decidir cuando ser madre. Lo único que les parece punible es que la mujer mantenga relaciones sexuales con
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